“Cuando un amigo se va, queda
un espacio vacío que no lo puede llenar la llegada de otro amigo...” dice la canción
y es cierto. Aunque también aplica para cualquier ser querido que se haya ido.
¿Qué
hacer con la amargura que genera la pérdida de un ser irreemplazable en nuestras
vidas? Esta es quizás la pregunta más recurrente después de sufrir la tragedia
de perder un ser querido. Y no, lamentablemente no tengo respuestas para eso.
Me hago esa pregunta ahora, y con toda seguridad, lamentablemente, me la vaya a
hacer de nuevo dentro de algún tiempo inestimable.
Cada uno, ante la tragedia,
busca formas de calmar su amargura y sensación de vacío interior que genera una
pérdida. Por ejemplo yo ahora estoy escribiendo sobre un ser querido, el cual
nunca imaginé que podía llegar a hacerme sentir de esta forma el día que se
fuera. O tal vez no consideré la posibilidad de que se fuera.
En cuestión este
ser querido fue una mascota, no era mía en el sentido de propiedad, sino de
otra persona. Pero como dice otra canción “lo que amamos lo consideramos
nuestra propiedad” y sí, totalmente. Ese ser querible era nada más y nada menos
que un cobayo que desde hace unos años se convirtió en otro de la familia. Era
una cobaya, la queríamos y disfrutábamos su presencia en nuestras vidas. Fue
ese ser que uno se alegraba de ver, se alegraba de saber que estaba en algún
lado de la casa, a veces en el balcón, otras veces suelta por la habitación, a
veces escondida en algún rincón. Si habré renegado alguna vez que desde el
balcón entraban a mi pieza. Me causaba gracia, pero a la vez me preocupaba que
pudieran morder algún cable y hacerse daño. O que pudiera pisarla sin darme
cuenta. Renegaba, con un poco de humor, para que volviesen al balcón esos seres
extraños que en su mundo vaya uno a saber qué cosas estaban pensando.
Varias veces mi hermano me hacía despedirme
de la cobaya cuando él se iba de viaje y tenía que dejarla en la casa de otra
persona para que la cuidara porque yo con el trabajo, el estudio y con ser un
queso para cuidarla, no podía y no me animaba a hacerlo. Un día me despedí de
ella sin saber que era la última vez que iba a verla y ese recuerdo se vuelve
tan trágico. Trágico por el hecho en sí mismo, trágico por los recuerdos que
rememora: todas las tragedias, todas las últimas despedidas sin saber que iban
a ser las últimas. Y pienso “ojalá hubiese pasado un minuto más viéndola” o “ojalá
la hubiese podido acariciar una vez más” o “ojalá pudiera escucharla una vez
más”. Seres queribles que se ganan un pedacito de nuestro corazón y por esas
cosas de la vida un día se van y nos dejan con lindos recuerdos opacados por la
tristeza de no volverlos a ver.
Nunca en mi vida me imaginé estar escribiendo
sobre un ser querido tan pequeño, tan “insignificante” como un roedor, pero acá
estoy, escribiendo con lágrimas en los ojos porque un pequeño e insignificante
ser para este gigantesco mundo lleno de problemas esta misma noche decidió
partir para siempre. Ojalá las palabras puedan servir para mitigar un poco el
dolor. En donde sea que estés, en donde sea que estén todos los seres queridos
que nunca en vida voy a volver a ver, espero que estés bien y gracias por haber
hecho de nuestras vidas un poco más felices.