domingo, 3 de noviembre de 2019

Hasta que nos volvamos a ver

“Cuando un amigo se va, queda un espacio vacío que no lo puede llenar la llegada de otro amigo...” dice la canción y es cierto. Aunque también aplica para cualquier ser querido que se haya ido. 

¿Qué hacer con la amargura que genera la pérdida de un ser irreemplazable en nuestras vidas? Esta es quizás la pregunta más recurrente después de sufrir la tragedia de perder un ser querido. Y no, lamentablemente no tengo respuestas para eso. Me hago esa pregunta ahora, y con toda seguridad, lamentablemente, me la vaya a hacer de nuevo dentro de algún tiempo inestimable. 

Cada uno, ante la tragedia, busca formas de calmar su amargura y sensación de vacío interior que genera una pérdida. Por ejemplo yo ahora estoy escribiendo sobre un ser querido, el cual nunca imaginé que podía llegar a hacerme sentir de esta forma el día que se fuera. O tal vez no consideré la posibilidad de que se fuera. 

En cuestión este ser querido fue una mascota, no era mía en el sentido de propiedad, sino de otra persona. Pero como dice otra canción “lo que amamos lo consideramos nuestra propiedad” y sí, totalmente. Ese ser querible era nada más y nada menos que un cobayo que desde hace unos años se convirtió en otro de la familia. Era una cobaya, la queríamos y disfrutábamos su presencia en nuestras vidas. Fue ese ser que uno se alegraba de ver, se alegraba de saber que estaba en algún lado de la casa, a veces en el balcón, otras veces suelta por la habitación, a veces escondida en algún rincón. Si habré renegado alguna vez que desde el balcón entraban a mi pieza. Me causaba gracia, pero a la vez me preocupaba que pudieran morder algún cable y hacerse daño. O que pudiera pisarla sin darme cuenta. Renegaba, con un poco de humor, para que volviesen al balcón esos seres extraños que en su mundo vaya uno a saber qué cosas estaban pensando.  

Varias veces mi hermano me hacía despedirme de la cobaya cuando él se iba de viaje y tenía que dejarla en la casa de otra persona para que la cuidara porque yo con el trabajo, el estudio y con ser un queso para cuidarla, no podía y no me animaba a hacerlo. Un día me despedí de ella sin saber que era la última vez que iba a verla y ese recuerdo se vuelve tan trágico. Trágico por el hecho en sí mismo, trágico por los recuerdos que rememora: todas las tragedias, todas las últimas despedidas sin saber que iban a ser las últimas. Y pienso “ojalá hubiese pasado un minuto más viéndola” o “ojalá la hubiese podido acariciar una vez más” o “ojalá pudiera escucharla una vez más”. Seres queribles que se ganan un pedacito de nuestro corazón y por esas cosas de la vida un día se van y nos dejan con lindos recuerdos opacados por la tristeza de no volverlos a ver. 

Nunca en mi vida me imaginé estar escribiendo sobre un ser querido tan pequeño, tan “insignificante” como un roedor, pero acá estoy, escribiendo con lágrimas en los ojos porque un pequeño e insignificante ser para este gigantesco mundo lleno de problemas esta misma noche decidió partir para siempre. Ojalá las palabras puedan servir para mitigar un poco el dolor. En donde sea que estés, en donde sea que estén todos los seres queridos que nunca en vida voy a volver a ver, espero que estés bien y gracias por haber hecho de nuestras vidas un poco más felices.